Victoria Cirlot

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EL CAMPO DE LAS FLORES AZULADAS

Victoria Cirlot

 

Se oye un grito. Y no hay nadie. El paisaje está solo, solo con sus piedras, con las hojas caídas de los árboles, con las ramas de los árboles y las flores. La luz del crepúsculo todavía permite distinguir las formas de las rocas de la tierra y de las hojas caídas en la tierra. Es un día de otoño y todo es muy amarillo, un amarillo oscuro a la luz del crepúsculo. Y todo está muy quieto y parece muerto.

De pronto, todo se anima. Una figura está sentada en una roca con un pecho descubierto. Un hombre yace desnudo sobre una gran piedra. Una niña vestida de azul huye hacia lo lejano. Parece llevar un arco en la mano. No sabemos si es una cazadora, una ninfa, ni tampoco si la mujer del pecho descubierto es Diana. Por el título del cuadro, sabemos que él es Acteón. ¿Ha muerto por haber visto desnuda a Diana? ¿Pero está realmente muerto?

Una niña vestida de rojo corre hacia la derecha del cuadro, y en la parte izquierda vemos sentada a una mujer dentro de una cueva. Todo es muy verde, de un verde bronce, bajo un cielo azul que tiene la intensidad del azul abandonado por el sol. Ellas son Deméter y Kore.

Las figuras en movimiento, las niñas o jóvenes que cruzan la tela, parecen volar, tal es su ligereza. Estrellas fugaces en un cielo nocturno. Instantes fulgurantes que no podemos retener.

Dafnis ha muerto. El amado de las ninfas. Ad sideras notus. Su tumba de piedra ya ha sido construida.

Ellas están ahí, en el campo. Es otoño. Una de ellas le enseña a la otra recostada sobre la roca su vestido nuevo abriendo el manto amarillo que lo cubría. ¿Qué puede importarles a ellas el púrpura de los reyes? A la derecha puede leerse: Fortunatus et ille, deos qui novit agrestis.

Un agujero negro adopta la forma de una boca desmesuradamente abierta. Negra, muy negra. Todo ha sucedido en un momento. ¿Qué ha sucedido?

Ella, la niña, estaba cogiendo flores. Su vestido deja ver sus rodillas, sus finas piernas y sus finos tobillos, sus gráciles pies y sus brazos delicados, mientras coge las flores del bosque. Sus cabellos ondean al viento. Ella está llena de gracia. Lo dice la postura de su cuerpo, ágil, siempre en suspenso. Un cuerpo que no conoce la gravedad de la tierra.

Todo ocurrió hace milenios. Los fondos de los óleos poseen una textura milenaria, como los paisajes que parecen primigenios. También los personajes lo son. Salidos de abismos insondables están muy vivos, sin embargo, en la obra pictórica de Monica Ferrando.

Pero ¿qué es lo que ocurrió? Lo que ocurrió nos lo han contado muchas veces poetas griegos y latinos, conocidos y desconocidos. Y nos lo han vuelto a contar en nuestro siglo algunos, y de entre ellos, sólo citaré a Karl Kerenyi y a Carl Gustav Jung,  que en 1941 publicaron estudios sobre Das göttliche Kind, Das göttliche Mädchen (El niño divino, La niña divina) y que dio lugar a un libro Einführung in das Wesen der Mythologie. Giorgio Agamben escribió el texto La muchacha indecible que dio título al libro publicado por Sexto Piso en el año 2014, donde se presentaron muchas de las pinturas de Monica Ferrando además de sus escritos aforísticos y una antología de textos clásicos. El mito de la Kore había invadido su imaginario desde hacía tiempo.  Nos encontramos ante un trabajo en el mito, como llamó Hans Blumenberg a ese ir y venir a los mitos, a ese modelar y remodelar, a ese llevar la mirada hacia las imágenes desde otros ángulos, a ese descubrir y a ese revivir. Las imágenes míticas retornan y asaltan como fantasmas, como la fantasmática Romy Schneider en la película Kore con Agamben y Ferrando, perfecta imagen actual de la arcaica Kore. Tremendamente arcaica incluso a la rabiosa moda de los sesenta.

El mito de la Kore, dijo Jung, no puede ser una proyección del ánima masculina. La historia de la joven raptada por Hades y perdida para su madre Deméter, representa la esfera de vivencias madre-hija, ajena al hombre y en la que sólo pudo desempeñar un papel perturbador, el de raptor,  violador.  Madre e hija constituyen “una unidad de vida”, decía Kerenyi. Despleguemos los diversos rostros de madre e hija, pues el mito gusta de la variante. La hija conoce varios nombres. Los griegos la llamaban Perséfone, y Atenea y Artemis eran sus compañeras. Ellas estuvieron presentes en su rapto. Artemis y Perséfone aparecen como dos aspectos de una misma realidad: Artemis es la realidad activa, mientras Perséfone es totalmente pasiva. Estaba recogiendo flores cuando fue raptada por el príncipe del reino de los muertos. Flores de un perfume cautivador, “flores de la impotencia como el narciso”, el narciso que en la pintura de Monica Ferrando aparece con su sombra. Es un ser destinado a llevar la existencia de flor, como la Blodeuwedd de los Mabinogion celtas  (“Reunieron las flores del roble, las flores de la retama y flores de la reina de los prados y con sus encantos formaron la doncella más bella y más perfecta del mundo. La bautizaron según los ritos de entonces y la llamaron Blodeuwedd que quiere decir, ‘Aspecto o Rostro de Flores’” ). Deméter, la madre, se relaciona con Hécate, y por tanto con la luna. Es la diosa de los cereales y cuando la tierra ofrece sus frutos, eso es el don evidente de la diosa. Cuando la tierra se vuelve árida y yerma, esa es la venganza de la diosa por el rapto de su hija. La pérdida de la hija transforma a Deméter en la errante, siempre en su búsqueda a través de páramos desiertos, sumida en el dolor más profundo. La historia cuenta que la diosa fue violada por Posidón. El mito duplica entonces la violación, y una hija nace de ese rapto. El mito es circular. Kerenyi lo resume así: “Un dios original y una diosa original se transforman continuamente, se unen; la hija original muere y, en su lugar, aparece una diosa irritada, una madre que, en la persona de su hija –ella misma- da nacimiento a la joven original. El lugar de la acción es el universo, tripartito como la diosa que ella misma es triple: Kore original, madre e hija.” Por su parte, Jung se centró en el aspecto doble al señalar que “es una peculiaridad esencial de las figuras psíquicas el hecho de que sean dobles o, cuando menos, capaces de desdoblarse…”. Desde un punto de vista psicológico, Deméter y Kore son una sola: “La psique existente antes de la consciencia (por ejemplo, en la hija) por un lado participa de la psique materna, por otro es también como si alcanzara la psique de la hija. Por eso podría decirse que cada madre contiene dentro de sí a su hija, y cada hija a su madre; y que cada mujer se prolonga hacia atrás en la madre y hacia delante en la hija.” Las jóvenes, que pueden adoptar tipos distintos como por ejemplo, el de la bailarina, están destinadas a morir, pues su dominio absoluto de la psique femenina impediría el proceso de individuación, es decir, la maduración de la personalidad. Añade Jung que “cuando se plantea el tema de la personalidad, penosa tarea que suele corresponder a la segunda mitad de la vida, entonces también se derrumba la forma infantil del sí mismo”. Pero como también insistió el propio Jung el proceso nunca es lineal, sino que adopta el recorrido de una circunvalación o de una espiral. Los sucesos se repiten, nunca de forma idéntica, pero sí resultan equivalentes.

Una mujer se contempla en un espejo mientras se maquilla. Con la brocha disimula sus ojeras y se pinta los labios de rojo.

Otros rostros emergen en las telas, en los papeles. Su mirada es a veces triste a pesar de que su edad es muy temprana.

Una intensa madurez domina el gesto de una joven, muy joven. Como si ya supiera que tendrá que descender…

Mientras que otra se ofrece ya directamente, dispuesta al sacrificio.

Hay un lecho deshecho. Una granada abierta de la que todavía quedan algunos granos, rojos, como un cierto fondo rojo que todavía puede verse a pesar de la pintura superpuesta. Es la granada que comió Perséfone con su esposo, el raptor. La madre ya no podría nunca más tener enteramente a su hija, pero ha logrado que la aridez de la tierra surta efecto: al menos, podrá recuperar a su hija un tiempo cada año, salvo un tercio, o la mitad del año según otras versiones,  que tendrá que pasar con el que fue su raptor.

En Eleusis la joven era reencontrada. Regresaba de los lugares inferiores para reunirse nuevamente con su madre. Los misterios de Eleusis proponían a los iniciados la visión, la epopteia, que era la comprensión más elevada, más allá de la palabra. La visión como conocimiento inmediato. Kerenyi recuerda el sermón de la flor del Buddha que ante la muchedumbre reunida de sus discípulos, mantenía la flor alzada. Se venció allí la palabra, pues la verdad más profunda debía encontrarse en el silencio. Viendo las flores de Monica Ferrando no podemos sino oír su silencio.

La Kore regresa del Hades y va vestida de rojo [Kore, óleo sobre tela, 2015]. Reaparece en medio de los prados llenos de flores azules. El cielo es rojo, como su vestido. Un inmenso muro negro parece cerrar el recinto de una ciudad, la ciudad en llamas. Ella ha regresado trayendo consigo las huellas del infierno. “Kore es la pintura que emerge de la oscuridad de Hades –tensión bajo la luz del oculto deseo-, impulsada por su propia fuerza germinadora.” Son palabras de Monica Ferrando. Asistimos aquí a una nueva comprensión del mito. Es esta la historia del mito creador. Se ha dibujado ya la forma, como el caballero que se descubre en una nube de Mantegna. El mito de la Kore es rico, riquísimo, en sus posibilidades significativas. Pero lo decisivo es que haya vuelto a vivir, que sus imágenes hayan cobrado nueva vida. Sentimos como si hubiera resucitado por la emoción que embarga al que contempla las pinturas. La experiencia estética en nuestro siglo puede ocupar el lugar de los ritos pues nos proporciona “vivencias saludables” con “efectos catárticos” y “renovadores”, que vienen a suplir “la falta de higiene psíquica que caracteriza a nuestra civilización.” (Jung).

Hemos vuelto a los lugares originales contemplando los paisajes en la obra de Monica Ferrando. Hemos visto a la Kore, a las ninfas, sus gestos, los movimientos de su cuerpo, sus brazos y sus piernas. La hemos visto madura, como madre, en su dolor y sufrimiento. La hemos visto en su retorno. Esplendorosa. Pero, en realidad, ¿qué sabemos del retorno de la Kore?  Oigamos ahora las palabras de quien asistió a su reaparición ¿en Eleusis?:

 

La reina del infierno me ha mirado

Con su boca que nace entre pedazos

De luz ensangrentada y envolvente

 

La reina del infierno me ha tocado

Con su mano de barro que se alarga

Por entre las raíces de lo muerto.

 

La reina del infierno me permite

Moverme en sus estratos aplastados

Y besar sus espigas insensibles.

 

La reina del infierno me conduce

Al campo en que las flores azuladas

Crecen pero hacia abajo para siempre.

 

(Versos de Perséfone, de Juan Eduardo Cirlot, 1973)